5 Pues evoco el recuerdo de la fe sincera que tú tienes, fe que arraigó
primero en tu abuela Loida y en tu madre Eunice, y sé que también
ha
arraigado en ti.
6 Por esto te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en
ti por la imposición de mis manos.
7 Porque no nos dio el Señor a nosotros un espíritu de timidez, sino de
fortaleza, de caridad y de templanza.
8 No te avergüences, pues, ni del testimonio que has de dar de nuestro
Señor, ni de mí, su prisionero; sino, al contrario, soporta conmigo
los
sufrimientos por el Evangelio, ayudado por la fuerza de Dios,
9 que nos ha salvado y nos ha llamado con una vocación santa, no por
nuestras obras, sino por su propia determinación y por su gracia que nos dio
desde toda la eternidad en Cristo Jesús,
10 y que se ha manifestado ahora con la Manifestación de nuestro
Salvador Cristo Jesús, quien ha destruido la muerte y ha hecho irradiar vida
e inmortalidad por medio del Evangelio
11 para cuyo servicio he sido yo constituido heraldo, apóstol y
maestro.
12 Por este motivo estoy soportando estos sufrimientos; pero no me
avergüenzo, porque yo sé bien en quién tengo puesta mi fe, y estoy
convencido de que es poderoso para guardar mi depósito hasta aquel Día.
13 Ten por norma las palabras sanas que oíste de mí en la fe y en la
caridad de Cristo Jesús.
14 Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que habita en
nosotros.
15 Ya sabes tú que todos los de Asia me han abandonado, y entre ellos
Figelo y Hermógenes.
16 Que el Señor conceda misericordia a la familia de Onesíforo, pues
me alivió muchas veces y no se avergonzó de mis cadenas,
17 sino que, en cuanto llegó a Roma, me buscó solícitamente y me
encontró.